Los Comuneros de Castilla


    Hace 496 años de la derrota comunera en Villalar. Sin embargo, aún permanecen vivas, no solo en el recuerdo, sino las causas y consecuencias de aquella jornada. Es curioso que cada vez que en España ha surgido cualquier intento de cambio político, haya salido a la luz la figura de los comuneros. Pero pocos han conocido la profunda realidad de la guerra de las Comunidades de Castilla, un movimiento lleno de ideas políticas, de contenido económico, de exigencias fiscales, sociales y antiseñoriales, de verdaderos deseos de participación en el gobierno y auténtica representatividad en las Cortes.


    La durísima represión de Carlos I, que llega a destruir gran parte de los documentos referidos a estos hechos, ha supuesto la difícil obtención de algunos datos; solo lo conservado, y lo escrito después de la guerra civil castellana, de los años 1520 y 1521, algunos en franca oposición a los comuneros, se puede llegar a una realidad aproximada.

    Un panfleto clavado en las puertas de las iglesias de Valladolid, al acabar la primera sesión de Cortes de don Carlos, es la primera protesta pública desde que éste llegara a Castilla. El panfleto decía: “¡¡MALDICIÓN!!, caiga sobre ti, reino de Castilla, que permites y soportas que tus hijos, amigos y vecinos, sean maltratados y asesinados diariamente, sin hacer justicia”. Seguía diciendo: “Tú, tierra de Castilla, muy desgraciada y maldita eres al sufrir que, un tan noble reino como eres, sea gobernado por quienes no le tienen amor”. Y continuaba: “Cierto, Castilla muy cobarde y desgraciada eres cuando, soportas con engaño, soborno y astucia, todo esto”.

    En las primeras Cortes, presididas por los allegados del flamenco, por su cínico ministro Guillermo de Croy,  y demás validos. Las Cortes juraron rey al hijo de Juana I de Castilla, y le concedieron el más alto tributo que jamás habían otorgado a monarca alguno: doscientos millones de maravedíes. Todo a pesar de la oposición del burgalés Zúmel, que en plena sesión saltó al estrado para hacer jurar a Carlos I, el respeto a las leyes y libertades del país. Comenzaba así la ruina de Castilla.


    Una gran parte de la nobleza era contraria al rey y a su camarilla; habían presenciado las desavenencias entre estos y Cisneros, muerto hacía unas semanas con la amargura de la trayectoria del nuevo gobierno; por la clase media castellana; por los intelectuales; por los procuradores; y en definitiva por el pueblo, víctima de la nueva política y sus impuestos.

    Los enfrentamientos se sucedían, el rey partió hacia Aragón, y celosos de su hermano Fernando, olvidando la promesa hecha a las Cortes, lo envió a los Países Bajos. Aragón se lo puso bastante complicado, y Cataluña aún más, en vista de lo sucedido en Castilla. Sin embargo, sus validos acabaron consiguiendo, su reconocimiento como rey, y la prestación de considerables presupuestos. Mientras en Castilla, con una mano en las Cortes y otra escarbando por la nación, Chièvres y los suyos aumentaban su botín. Desde la mujer de Chièvres hasta el confesor del rey, sacaron de España ingentes cantidades de oro, alhajas, telas y toda clase de riquezas.

    Por otra parte, los principales títulos y puestos políticos pasaron a manos de los incondicionales del rey: Guillermo de Croy, señor de Chièvres, ayo del rey, era el indiscutible primer ministro; Adriano de Utrecht, obispo de Tortosa, recibía el capelo cardenalicio; como canciller puso a Sauvage, sustituido a su muerte por Mercurio de Gattinara, que soñaba con resucitar el antiguo imperio de Carlomagno. Para colmo, el primer puesto de la Iglesia de España, el arzobispado de Toledo pasaba a la muerte de Cisneros, a un sobrino de Chièvres, de veinte años, que nunca vendría a Castilla.

    Carlos estaba dominado por la camarilla flamenca y castellanos como Mota, obispo de Badajoz, y el letrado García de Padilla. Había conseguido el nombramiento de Rey de Romanos y Emperador de Alemania, gracias al dinero adelantado por los banqueros Fugger, a elevados intereses y a pagar por España. Inmediatamente, pese al enojo de las regiones españolas, antepuso el título de emperador al de rey de Castilla, tomando el tratamiento de majestad.

    Solo le quedaba acudir a Valencia, para que sus Cortes le reconocieran como rey, pero debió parecerle poco importante, pues le esperaba el Imperio, por lo que aceleró su regreso a Castilla, para partir lo antes posible hacia Alemania, cargado del dinero español que iba a costear la coronación. En Valencia estalló entonces la revuelta de las Germanías.

    Los toledanos que habían ido a Cataluña para exponerle las cuitas de Castilla, se encontraron con que el rey hacia oídos sordos a sus peticiones preparaba su vuelta a Castilla para convocar Cortes en Santiago de Compostela, y solicitar allí un nuevo tributo, partiendo a continuación hacia Alemania. Discutidas estas circunstancias en el Consejo, Toledo se declaró paladina de la libertad. A mediados de 1519, Burgos, Valladolid y Zamora habían decidido obrar de común acuerdo, Segovia instaba a Toledo a capitanear a las ciudades, ante la tibieza de los nobles. El Concejo Toledano, concluía que a Castilla le era de vital importancia, la presencia de su rey para remediar sus problemas. Para presentarle estas conclusiones fueron elegidos: Pedro Lasso de La Vega y Alonso Suárez.

    Al enterarse, el rey pretendió apaciguar a Toledo con promesas, pero las ciudades enviaban ya su contestación. Madrid la primera, seguida de Murcia, Guadalajara, Jaén, Córdoba, Soria, Granada, Cuenca, Segovia, Sevilla… Solo estaba en desacuerdo Burgos, que avisó al rey. 

    En Castilla, las tres Universidades: Salamanca, Valladolid, y la recién creada por Cisneros, Alcalá de Henares, apoyaban a los comuneros. Otro sector influyente era la Iglesia. Los canónigos de Madrid y Toledo apoyaban a los disidentes. Los dominicos y franciscanos de Zamora enviaban cartas secretas a Salamanca y Valladolid, y el obispo Acuña permanecía muy al tanto de los hechos. En los púlpitos se predicó descaradamente contra el rey y su camarilla. Pero el alto clero, estaba indeciso y grandes señores empezaban a desconfiar del movimiento popular, por el temor a perder sus privilegios. Por este motivo se alineaban junto al rey, prohibiendo a sus clérigos alentar el movimiento comunal.

    Cuando regresaron los dos toledanos enviados a Cataluña, se encontraron sublevada a Valladolid y Segovia. Al fin de acabar con la insurrección de esta última, el cardenal-gobernador y el Consejo, decidieron armar un ejército a las órdenes del general Fonseca, sacar la artillería de Medina y emplazarla frente a las murallas de la ciudad. Enterada Segovia de la decisión, avisaron a Medina, con lo que, a la llegada de las fuerzas de Fonseca, se encontraron con las puertas cerradas. Éste, despechado, prendió fuego a la ciudad, justo por la parte donde se encontraban los almacenes de esta. Desde ese momento Medina decaerá como centro comercial de primer orden. 

    Las ciudades con voto en Cortes que no lo habían hecho, enviaron sus procuradores a la Junta. Comenzaron las peticiones de las cabezas de Fonseca y Ronquillo, la dimisión del regente y la del ministro Chièvres. Ambos bandos quisieron llegar a tiempo a Tordesillas, donde Juana la Loca, consumía sus días. El lugar poseía cierto misterio para los castellanos. Todos pensaban que la incapacitada reina de Castilla podría ser determinante. Con este temor la visitaron el presidente del Consejo Real y algunos miembros. La reina les reprochó que se acordaran de ella después de quince años de ostracismo.

    Avisados los de Ávila, pusieron apresuradamente en marcha el plan concebido, Juan de Padilla desde Medina, salió inmediatamente hacia Tordesillas, siendo recibido el 29 de agosto por la reina. “Señora -dijo Padilla- queremos asegurar la libertad de vuestra persona de los tiranos que tratan de impedir vuestro remedio. Y aún más, custodiar a la infanta doña Catalina de quienes buscan apartaros de nuevo”. Había dado en el blanco. La reina aceptó como suyos los planes comuneros, nombrando a Juan de Padilla, Capitán General de los ejércitos.

    Celebró en Ávila, la Junta, la última sesión el 3 de septiembre, valiéndose de la monarquía contra la propia monarquía, encaminándose, después, todos a Tordesillas. El 11 de septiembre se instalaba la Junta en la villa. Las ciudades castellanas fueron estrechando la solidaridad, así en Burgos, desechaban al condestable Iñigo de Velasco; en Palencia, arremetían contra los canónigos por el nombramiento de Ruiz Mora, como obispo de la ciudad; en Medina del Campo y Segovia, sitiaban Alejos y Coca, posesiones de Fonseca; en Madrid, se repartían armas al pueblo; en Zamora, su obispo Antonio Acuña, se imponía al conde de Alba de Liste. Mientras, Pedro Maldonado tomaba en Salamanca el mando de un ejército; Valladolid reclutaba más de 1.000 hombres. La junta exigía orden en esos momentos de inevitables excesos de la gente.

    Se convocaron las primeras Cortes de las Comunidades, a las que asistieron doce ciudades y villas con voto, cuyos procuradores pertenecían a la pequeña nobleza, al clero, a la intelectualidad y al pueblo llano. Presidió la apertura la reina doña Juana, y el presidente Lasso de la Vega le explicó que “el fin principal de estas Cortes es lograr de Vuestra Alteza, la aprobación de la Junta y su autoridad en todo el reino”, palabras a las que contestó la reina que “se alegraba mucho de su deseo de subsanar las calamidades existentes” y que “si no lo hacéis -dijo- lo cargo sobre vuestras conciencias”.

    Al día siguiente iniciaron las sesiones de trabajo, redactando un manifiesto a toda Castilla, con un informe sobre la salud de la reina y una disculpa por los daños causados a Castilla, por el rey a causa de su corta edad. En muy pocas fechas, la Junta de Tordesillas había esbozado su constitución, se dirigía oficialmente a Castilla, detenía al Consejo Real que aún quedaba en Valladolid y se incautaba del sello real.

    Enviaron enseguida a las ciudades los nombramientos de nuevos corregidores, comenzando así a pedir ayudas económicas en forma de impuestos a los ciudadanos, que no fueron mal acogidos. Pero surgía un inconveniente al gobierno: la reina no se decidía a firmar sobre documento alguno, echando por tierra todos los proyectos legales de la Junta. La situación creó impaciencia, dudándose entre casarla con el duque de Calabria; traer a Castilla al infante Fernando, enfrentándole con su hermano Carlos; o expedir la Junta sus órdenes, apoyándose en su propia autoridad; o tomar plenos poderes. Pero ninguna medida tenía validez jurídica.

    La nobleza, al verse agredida por la política comunera, si bien había apoyado el movimiento, se reunió poco a poco alrededor de los nuevos corregentes, el condestable Iñigo de Velasco y el almirante de Castilla, don Fadrique Enríquez, para salvarse de la catástrofe del nuevo régimen, y pasar después factura al monarca, recobrando su posición feudal. El juego les saldría mal, pues el pueblo pagó con creces y el rey se impuso con mayor fuerza a éste y a los nobles.

    La Junta pidió poderes a las ciudades para firmar los documentos de gobierno. Al tratarse de una suplantación del poder real, los pocos nobles que quedaban se alejaron de las Comunidades. El nombramiento de los gobernadores acrecentó el problema del entendimiento con la nobleza. Los habitantes de Dueñas y Nájera se rebelaron contra sus señores, siendo secundados por otras poblaciones. El cariz de los acontecimientos empujó a la Junta a lanzar un ultimátum al rey, pidiéndole que todos los cargos públicos y eclesiásticos, se dieran a españoles residentes en la nación. Exigían la revocación del impuesto de La Coruña y la concesión de tributos solamente aprobados por las Cortes.

    De los tres mensajeros que partieron con peticiones, uno fue detenido antes de llegar adonde se encontraba Carlos, a punto de recibir la corona imperial; avisados los otros dos, pudieron regresar, disfrazados, hacia Castilla. Ante ello las Cortes desencadenaron la ofensiva. Notificaron la posición del rey a las ciudades, recabaron tropas, dinero y avituallamientos, comenzaron la reestructuración de sus mandos militares y suprimieron el nombre de los reyes de todos los documentos.

    Don Pedro Girón, hijo del conde de Ureña, enemistado con el rey, llego a Tordesillas. En su discurso de saludo a las Cortes, alagaba a la Junta, logrando así el puesto de Capitán General. Poco después su ineptitud o su traición llevarían a las Comunidades a la primera derrota que les conduciría al ocaso de lo que prometía ser una liberación de Castilla.

    Siguieron los preparativos del ejército, llegando a sumar unos 17.000 hombres. El enfrentamiento estaba, pues, decretado a la salida de las tropas camino de Medina de Rioseco. Allí acudieron los espías realistas, quienes, con solo 5.000 hombres, estaban seguros de su derrota. Pero, en vez de presentar batalla, las fuerzas comuneras se dirigieron a Villbrájima y Tordehumos. Girón ordenó tomar posiciones, enviando emisarios a pedir la rendición, la respuesta fue la detención de los dos emisarios. Mandos y tropa reclamaron el inicio de las hostilidades, pero Girón indeciso, no accedió. Entretanto Pedro de Velasco, conde de Haro, fue nombrado Capitán General de los realistas y se encaminaba hacia Medina de Rioseco. Girón alarmado de ser detenido, ordenó el despliegue y a una distancia inadecuada, mandó descargar la artillería y luego ordenó el avance. Cayo la tarde ante la ciudad cerrada a cal y canto, había conseguido no atacar.

    Así daba comienzo la etapa de la diplomacia, la de la traición, la del engaño, la de la trampa utilizada hasta la derrota de Villalar. La Iglesia, particularmente el alta, en campo ahora de los grandes, contribuiría a este juego con sus manejos, a los que se prestaba, incluso, el nuncio del papa en Castilla.

    Con ciertos recelos del obispo, salieron las fuerzas comuneras para invernar en Villalpando. Los espías realistas siguieron sus movimientos, y tan pronto como estuvieron seguros de la retirada, cortaron los caminos de enlace entre la zona de Villalpando, Tierra de Campos y Tordesillas, sobre la que cayeron el 5 de diciembre. Los de Tordesillas se prepararon para la defensa, con tal denuedo, que el de Haro estuvo a punto de considerar la empresa perdida. Pero dieron con un portillo, por donde penetraron en la muralla, abrieron las puertas y se dirigieron rápidamente a impedir la salida de la reina. Consiguieron así rescatarla, poner presos a los miembros del Consejo Real, los libros de cuentas del reino y el sello real.

    La noticia heló la sangre de las tropas en Villalpando y al instante se levantaron sospechas de traición. El pesimismo había caído sobre las tropas, y una parte se marchó con sus capitanes a las ciudades cercanas. Días después los procuradores huidos de Tordesillas, se juntaron en Valladolid, resultó particularmente peligrosa para Girón, se temía un atentado.

    Procuradores y mandos militares planearon atacar Simancas y Tordesillas, antes de que los realistas se hicieran fuertes. Descubierto Girón, se refugió en el castillo familiar de Peñafiel. Ante la deserción del Capitán General se paralizaron las acciones bélicas, no así la constitución de las Juntas.

    Padilla regresaba desde Toledo, donde había obtenido varios cañones, fruto de fundir las campanas de la parroquia mozárabe y de la iglesia de Santo Tomé. Las noticias recogidas en el camino le hicieron concebir un Plan envolvente: desde Medina del Campo, él y Acuña, bordeando Simancas, podrían unirse en Torrelobatón, arrollando así junto a Tordesillas a los realistas. El servicio de espionaje de estos puso en conocimiento del de Haro de las intenciones del toledano, el cual, para contrarrestar la maniobra movilizó varios batallones, aún a riesgo de desguarnecer Tordesillas. Los vecinos de la villa pusieron en conocimiento de la Junta, esta circunstancia. Pero una vez más, volvió a funcionar el espionaje realista, y el de Haro retuvo sus tropas en Tordesillas. Padilla, tras examinar el terreno, decidió abandonar la empresa.

    Fue nombrado Capitán General de los ejércitos Pedro Lasso, este apuntaba a la diplomacia, en la cual eran maestros los señores, olvidando la acción militar, donde llevaban ventaja los comuneros. Lasso utilizó toda su influencia para obtener dos lugartenientes: Acuña, con tantos bríos como el toledano, pero más responsable, y el leonés Gonzalo de Guzmán.
    Había, pues, dos tendencias: las de los radicales encabezados por Padilla y la de los que pensaban que lo mejor era evitar el confrontamiento, dirigidos por Lasso. Poco a poco los realistas se fueron imponiendo. Padilla reunió a sus capitanes para trazar del plan de ataque, mientras Lasso acariciaba el plan de tomar Simancas y luego Torrelobatón. Padilla quería rescatar a Burgos para, libres del condestable, atacar seguros Tordesillas. Por su parte Acuña prefería dirigirse de inmediato a esta villa. Pero Gonzalo de Guzmán no apoyaba ninguna de estas fórmulas.
    Aprovechó Lasso para insistir en las negociaciones. Llegaron, por fin, a un acuerdo. Acuña volvería a Palencia para vincular totalmente esa población, necesaria por sus recursos agrícolas e industriales.
    En este estado de cosas, los realistas echaron mano de sus armas preferidas: los compromisos, las treguas, las intervenciones diplomáticas. Tenían tres importantes bazas: el embajador de Portugal, el nuncio del papa en Castilla y los Padres Generales de franciscanos y dominicos.

    El embajador del rey de Portugal propuso una tregua, mientras Padilla y Vera convencían a la Junta de una actuación cautelosa e insistían en ocupar Tordesillas cuanto antes. La misión del nuncio era la reconciliación. Nada más llegar a Valladolid, la ciudad pedía a la Junta que le declarara persona no grata, odiado por sus continuas penas canónicas. Pidió el cese de hostilidades y la Junta no se opuso; exigió que depusieran su actitud, pero la Junta consultó a las ciudades; las respuestas fueron tajantes: la libertad de la reina, la disolución de las tropas de los señores, el derecho de las Comunidades para dirigirse directamente al soberano, y la negativa de la licencia de su ejército, única garantía contra todos los errores del pasado.
    Estos negocios no mantuvieron inactivo al obispo Acuña. Volvió a Palencia y comenzó su campaña por Tierra de Campos. El miedo empujó a los gobernadores a destacar cinco banderas de su ejército en Ampudia, perteneciente al conde de Salvatierra. Los imperiales encontraron a los de Ampudia desprevenidos, ocupando rápidamente el castillo. Inmediatamente Padilla con 4.000 hombres acudió en su socorro. El capitán realista Francisco de Beamonte, sacó a la mitad de su gente camino de Torremormojón; informados los sitiadores, se lanzaron en su persecución. Los realistas llegaron a  Torremormojón y ocuparon su castillo.
    El cerco de Padilla en su golpe relámpago, hizo que se rindieran en dos días. Mientras Acuña batía en castillo de Ampudia con el famoso cañón San Francisco. Al regreso de Padilla se celebraron conversaciones determinando la rendición de los sitiados.

    Los más intransigentes de la Junta estaban decididos a situar un triángulo de operaciones, entre Valladolid, Medina de Rioseco y Tordesillas. Mientras a la Junta le llegaban nuevos cargamentos, los realistas, por su parte, alistaban a la fuerza. Castilla era un desastre en lo económico.
    A mediados de febrero, Padilla, se puso en marcha camino de Zaratán, uniéndose a su paso los importantes contingentes de Villanubla. Pero una vez más surgieron las desavenencias. Por enésima vez hubo de ser el obispo Acuña, quién con su presencia dirimió las diferencias: a Torrelobatón. A las ocho de la mañana dieron vista a la población, rindiéndose al cuarto día. Desde aquel momento establecieron su plaza fuerte a quince kilómetros de Tordesillas, en el principal paso hacia Burgos.
    Los de Tordesillas reclamaron nuevas treguas y Padilla no tuvo inconveniente en dar luz verde. Era, sin embargo, una concesión destinada a enconar a los nobles: “La Junta Santa -decía el documento- se complace en otorgar la tregua que le ha sido pedida por los gobernadores, para servicio de Dios nuestro Señor y por haberlo requerido el rey de Portugal”.
    El tono del documento dejaba bien claro que, la Junta conocía la inferioridad de los nobles, los cuales montaron en cólera al verse humillados y rechazaron la concesión. Esta situación hacía mella en el cardenal Adriano, al poner en riesgo la autoridad del monarca. Sin embargo, las ideas del emperador coincidían muy poco con las de su regente; en vez de apoyarse en el pueblo, lo hacía don Carlos en su omnímodo poder y en la nobleza, poseedora de una declaración de traidores a 249 personas, los más notables de los comuneros, condenándoles, sin otro juicio ni investigación, a pena de muerte.
    …y los que han intervenido -rezaba ese decreto imperial- sean castigados, ejecutados, declarados infieles, rebeldes, desleales, condenamos a dichas personas a pena de muerte, perdida de oficios y confiscación de bienes. Sean despojados de su dignidad y nadie los guarde respeto, ni les preste ayuda, ni pública, ni privadamente…”
    En menos líneas no podía contenerse más dureza, Al día siguiente aparecían nuevos pasquines, en Valladolid, pidiendo la declaración de traidores a los gobernadores y la nobleza, y la vuelta decidida, suicida, a la lucha armada con el fin de conseguir “la libertad y el bien común”.

    Después de mutuas ofensas, se reanudaron las conversaciones. El almirante había escrito una carta al padre de Padilla, Lope de Padilla, a su esposa María de Pacheco y a su amigo Avalos, llena de lamentos, amenazas y promesas.
    En un principio lograron los comuneros que los gobernadores fueran elegidos con el consentimiento del pueblo, y que estos juraran ante las Cortes guardar las leyes y dar cargos públicos únicamente a los castellanos más idóneos. Los gobernadores por su parte alegaron la necesidad de consultarlo con el rey, y exigían que los actuales fueran depuestos. Los comuneros pidieron seguridades.
    Se endurecían las posiciones, conocían los gobernadores que, de no vencer la sublevación comunera, tendrían un severo castigo a juzgar por los documentos llegados desde Alemania. La Junta hizo una interpelación: si su Majestad no concedía las peticiones, debían unirse los nobles al pueblo, para guardar y defender, aún con las armas, lo que el Emperador denegara.
    Los imperiales contestaron, como siempre, con evasivas. Padilla permanecía en Torrelobatón, impasible cuando el obispo de Osma, hermano del almirante, y el conde Don Hernando atacaron la villa de Palacio de Meneses. Ocaña, cuartel y guarida de los Osorio, bien fortificada, atraía la atención del prior Zúñiga aún antes de acercarse a Acuña. A pesar de que Zúñiga tenía un acuerdo con los comuneros de no molestarse, aunque nunca lo cumplió. En Illescas y Tepes se sumaron a Acuña más soldados. Ocaña resistía. 
    Con la bandera tomada a Zúñiga, salieron los soldados de Acuña y Gaitán en busca del prior, localizándole en Corral de Almaguer. En los términos de El Romeral, las dos formaciones trabaron pelea. Fijo el prelado una tregua de dos días. Pero cuando Acuña se retiraba hacia El Romeral, parte del ejército de Zúñiga calló sobre los comuneros. Las noticias se propagaron, con distintas formas por toda la Tierra de Campos. Era Semana Santa y Acuña determinó un descanso para las tropas y acercarse él a Toledo para entrevistarse con María de Pacheco y los canónigos.
    Reconocido al entrar en la ciudad, fue llevado en volandas por los vecinos de Zocodover hasta la catedral, donde le declararon arzobispo de Toledo. Con objeto de congraciarse con la Padilla, esgrimió el tema del nombramiento del Capitán General comuneros para Gran Maestre de la Orden Militar de Santiago. Al terminar las conversaciones, ofreció Acuña un banquete a los representantes de las Comunidades en Toledo. El obispo se ganó en masa a Toledo, cosa que no consiguió con los canónigos, los cuales habían recibido, semanas antes, un documento de León X, para proceder al nombramiento de arzobispo de Toledo, puesto que había muerto Guillermo de Croy, negándose a aceptar su nombramiento. Acuña movilizó al pueblo que entró en la Catedral, consiguiendo un documento firmado, donde se reconocían sus exigencias. Poco después, partiendo desde Tepes, continuó la campaña militar.

    A estas alturas en las Comunidades se notaba, la indecisión y el miedo a las traiciones. El almirante Iñigo de Velasco recababa ayuda por parte del condestable, al ver como se agotaban las posibilidades de un acuerdo. Esta vez, el condestable, si se impresionó por la situación, y dejando a un lado sus intereses personales, se dispuso a preparar la salida hacia el centro de operaciones. Enterado Padilla, de estos preparativos, pidió nuevos alistamientos. El mismo se trasladó a Valladolid, suplicando de calle en calle ayuda en hombres y pertrechos. La respuesta fue positiva, se alistaron más de 2.000 hombres, que junto a los 2.000 acuartelados en Torrelobatón y los que esperaban órdenes en Toro y Zamora, podían sumar unos 6.000 soldados. La contestación de las villas y ciudades era también esplendida, con los reunidos por Palencia, Dueñas, Palacios de Meneses, Baltanás de Cerrato, León, Ávila y Segovia, se podrían alcanzar los 14.000 hombres.
    La intención del ejército comunero era dirigirse desde Torrelobatón hacia Toro, girar en dos direcciones, por León y Segovia, y caer sobre Burgos, desde donde se dirigiría hacia Tierra de Campos, arrollando al ejército real en Tordesillas. Mientras Juan de Guzmán, desde Francia, con 12.000 hombres caía sobre Medina de Pomar.
    Pero a pesar de las elevadas cifras de los contingentes comuneros, estos aislados por las fuerzas realistas de Burgos, las fuerzas más cercanas no pudieron llegar a Torrelobatón, Valladolid quedó incomunicada, y los sitiadores de Medina de Pomar vencidos. El condestable y el joven Manrique de Lara, dejaron a un lado Palencia, que les hubiera retrasado, llegando a Medina de Rioseco con 4.000 soldados y la flor y nata de la nobleza.
    Buscaban cercar al ejército de Padilla, el 22 de abril hicieron una demostración de fuerza con un desfile en las eras de Peñaflor. Todo empujaba a Padilla a la salida camino de Toro, pues no sería posible resistir muchos días en Torrelobatón. En la mañana del día 23, con muy mal tiempo y atenazados por el fantasma de la traición, salieron pegados al cauce del rio Hornija. Descubiertos por las escuchas realistas, pronto salió todo el ejército al mando del de Haro, pasaron de largo Torrelobatón. Padilla sobrepasó San Salvador, teniendo intención, un poco más adelante, en Vega de Valdetronco, tomar camino hacia Toro.
    Los nobles hicieron dos simulacros de ataque, y cuando Padilla intentó hacerles frente en condiciones ventajosas, la mayoría de los capitanes se opusieron, exceptuando a Bravo y Maldonado, poniendo sus esperanzas en el pueblo de Villalar. A kilómetro y medio de esta población, en una llanura que desde entonces se llama Campo de los Caballeros, comenzaron los preparativos para la batalla. Los nobles tras rodear a los comuneros dividieron sus tropas en dos secciones, una comandada por los señores atacaba desde Villalar, la otra a las órdenes de Pedro Velasco, desde las estribaciones del Gualdrafa.
    En Villalar quedaron atrapados muchos de los fugitivos, allí quedaron en poder de los realistas Juan Bravo y Maldonado. Seguido de unos cuantos capitanes, Padilla se lanzó contra un grupo de soldados, derribando al señor de Valduerna, don Alonso de la Cueva le hirió en una pierna, pero fue reducido, momento que aprovechó don Juan de Ulloa, de Toro para darle una estocada en el rostro.
    Todo había terminado con la deshonrosa huida de quienes defendían las libertades del pueblo. Tampoco fue un honor para los vencedores, por mucho que se empeñaran en llamarla batalla o por los muy alambicados informes que el Capitán General realista enviara a Carlos I. Lo cierto es que, allí murieron las libertades de Castilla. Lo veremos en la represión del emperador, en las recomendaciones del condestable a Carlos a fin de que tuviera siempre vigilado, cualquier movimiento en Castilla, en los consejos de Carlos I a su hijo Felipe II, en el castigo de este a la menor desobediencia de cualquier ciudad castellana y en la situación económica de la región, que individual y colectivamente tuvo que pagar la guerra.
    Al día siguiente, 24 de abril de 1521, en el mismo Villalar, sin defensa, y tras una parodia de juicio a cargo del alcalde Cornejo, fueron decapitados los tres principales cabecillas: Padilla, Bravo y Maldonado; no Pedro Maldonado como se había determinado, sino Francisco, ya que Pedro era pariente directo del conde de Benavente. Comenzaba el juego de las influencias que seguiría en los posteriores procesos de la guerra civil castellana.
    La desbandada de Villalar no suponía una total victoria, ni el sencillo allanamiento de Castilla. Los incidentes se produjeron con mayor o menor intensidad por varias ciudades, como Valladolid, Toledo, Madrid o Cuenca. A la vez se hallaba en marcha la represión. Los que antes pedían al emperador un perdón general, ahora eran partidarios de un gran escarmiento. Excluyeron del perdón a cuantos había intervenido en la detención del Consejo Real, habían impedido la salida de Valladolid al cardenal Adriano, se habían apoderado de doña Juana en Tordesillas y a los jefes que habían combatido en Villalar. Los condenados por los gobernadores desde el 24 de abril de 1521 al 16 de agosto de 1522 fueron: Padilla, Bravo, Maldonado, el licenciado Urrez, Pedro de Velasco, Alonso de Saravia, Diego Pacheco, y el licenciado Alonso del Rincón, a los que puede añadirse el zamorano Francisco Pardo, suicidado en la cárcel.
    El 16 de agosto de 1522 regresaba a Castilla Carlos I, sin ningún interés de otorgar perdón alguno. Inmediatamente se encaminó a Palencia, donde, durante dos meses comenzó, bajo su dirección, la temida represión contra los comuneros. Olvidándose durante esos tiempos de cualquier otro negocio, y había muchos de gran importancia. En solo tres meses se pronunciaron más de cien condenas, quince de ellas ejecutadas. Algunos capitanes, para labrar su culpa, se alistaron en la defensa de Navarra, contra las acometidas francesas; fue un argumento positivo en el perdón de los gobernadores, pero no ante el monarca, pleno de venganza. En cuanto estos adivinaron lo irrefrenable, escaparon a Portugal. Fueron: Pedro Lasso de la Vega, Pedro Girón y María de Pacheco.
    Entre los primeros ejecutados estaban los siete procuradores que estaban presos en el castillo de La Mota, tras la rendición de Tordesillas, fueron ahorcados en agosto de 1522 en la plaza de Medina del Campo. Tras estas ejecuciones el emperador dijo: “Esto basta ya, no se derrame más sangre”, y no fue ejecutado sino el obispo de Zamora don Antonio de Acuña. Desde el 11 de noviembre de 1522, después del Perdón, hasta el 5 de junio de 1523, los tribunales condenaron a 43 comuneros más, entre estos estaban Lasso de la Vega y el bachiller Guadalajara.
    Por tanto, el alzamiento de las Comunidades de Castilla continúa siendo exponente válido, apuesta en esta región por unas libertades, no solo no obtenidas, sino pérdidas durante siglos y aún no recuperadas. Castilla ha sido la gran víctima del centralismo. El ideario político, económico, sociológico de antaño es un reflejo, en muchos casos, de cuanto hoy se quiere lograr. Todos los pueblos de España buscan su identidad, Castilla tiene sus propias características como pueblo.
    Sería importante que nuestros políticos de hoy, no se queden en el romanticismo de una lucha, tan desacreditada por la peculiar historia escrita hasta ahora y sepan ahondar en los postulados políticos de aquellos hombres, sin detenerse en el espíritu de Villalar, un espíritu de derrota, sino adoptando el de Ávila, Tordesillas o Valladolid, lugares en donde se fraguó el profundo deseo de reforma de la Castilla derrumbada. Puede ser un aceptable exponente de convivencia entre todos los castellanos.

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