Praxedes Mariano Mateo-Sagasta y Escolar. 71º Presidente el año 1871, 80º en 1874, 86º en 1885-1890, 91º en 1892-1895, 94º en 1897-1899, y 97º en 1901-1902.

Durante el reinado de Amadeo I (1871-1873), fue el cuarto Presidente, desde el 21 de diciembre de 1871 al 26 de mayo de 1872. 
Durante la dictadura del general Serrano (1874) fue el tercero desde el 3 de septiembre al 31 de diciembre de 1874.
Durante el reinado de Alfonso XII (1874-1885), fie el sexto. desde el 8 de febrero de 1881 al 10 de octubre de 1883.
Durante la regencia de María Cristina de Habsburgo-Lorena (1885-1902), fue el primer Presidente, desde el 27 de noviembre de 1885 al 5 de julio de 1890; el tercero desde el 11 de diciembre de 1892 al 23 de marzo de 1895; el sexto desde el 4 de octubre de 1897 al 4 de marzo de 1899; y el noveno desde el 6 de marzo de 1901 al 6 de diciembre de 1902.





    Dijo de él Azorín que nunca leyó un libro, comentario cierto de quien fue tres años director del periódico La Iberia. La pena es que no quisiera escribir ninguno, porque no ha habido ni seguramente habrá político español con una trayectoria semejante: diputado en 16 Cortes y 34 legislaturas, presidente del Congreso e, incansablemente, del Consejo de Ministros con dos dinastías, las de Saboya y Borbón, amén de dos regencias.

    Nació el 21 de julio de 1825, en Torrecilla de Cameros (Logroño), sus padres eran comerciantes vascongados liberales que huían del carlismo. Consta que, siendo ya ingeniero y trabajando en tierras de Zamora, raptó a una recién casada al salir de la iglesia, donde la habían casado con un capitán. Tenía 17 años Angelita Vidal, palentina de Rioseco, y vivió en virtuoso pecado con don Práxedes hasta que murió su marido, 35 años después del rapto, y pudieron contraer matrimonio.

    Si Sagasta escribió poco, en cambio, no paró de hablar en sus 48 años de vida política: solo en las Cortes, pronunció 2.542 discursos; de ellos, 1.695 en el Congreso, del que también fue presidente, y 847 en el Senado. Nadie habló ni duró tanto. Lo fue todo y tantas veces en la política española que los historiadores se han vengado cumplidamente de su fecundidad. La injusta mala fama de la Restauración se la llevó él y solo ahora se ataca con la misma furia a Cánovas.

    Sagasta pasó de liberal-progresista, comandante de la Milicia Nacional y anticlerical, a hombre formal y maniobrero, cuyo lema fue: “No hay orden sin libertad ni libertad sin orden”. Su enrevesada y contradictoria trayectoria ideológica es fiel reflejo de la de casi toda la izquierda burguesa española -y también de la derecha- en la segunda mitad del XIX. No tuvo el verbo de Castelar ni la clarividencia de Cánovas, pero se convirtió en el viejo pastor de los progresistas y convirtió en leyes renovadoras las grandes posibilidades de la Restauración. Trajo la Ley del Sufragio Universal Masculino, el Código Civil, la Ley de Régimen Local, el Matrimonio Civil, la Ley de Prensa y otras en los ámbitos militar, civiles, económico y judicial. En lo personal, fue de una honradez intachable, de trato afable y con una valentía que lo hizo muy simpático al pueblo llano.

    El gesto más celebrado tuvo lugar cuando empezaba su carrera política durante uno de los enfrentamientos del liberalismo radical con el liberalismo moderado, Don Práxedes, tras haberse batido en las calles al frente de sus milicianos, volvió a las Cortes, donde tenía su escaño de diputado por Zamora. Y quiso el destino que, estando el uso de la palabra, cayera a su lado un cascote de las bombas que O'Donnell lanzaba contra la Carrera de San Jerónimo. Sagasta cogió un pedazo de hierro aún caliente y dijo a la presidencia: "Pido que conste en acta”. Y constó, claro.

    No fue fácil su tránsito desde la extrema izquierda liberal, incluida la Milicia Nacional que era su brazo armado, hasta la jefatura del Partido Progresista. Tuvo a favor su condición masónica, donde alcanzó el grado 33, y supo maniobrar hasta colocarse como jefe de la facción moderada, dejando a al izquierda a Ruiz Zorrilla, su amigo y luego rival. Mientras éste se mantenía en la línea miliciana y conspiratoria. Sagasta atravesó la Gloriosa hasta desembocar en el Gobierno con Amadeo de Saboya. Antes se autoimpuso silencio sobre el asesinato de Prim, su jefe, quizás porque sabía demasiado o porque, siendo la reina Mercedes hija del asesino Montpensier, no quiso comprometer al trono.

    Por curioso azar quedaron fuera de las Cortes republicanas Cánovas y Sagasta y sobre Sagasta edificó luego Cánovas el edificio de la Restauración, hecho de alternancia partidista, liberalismo compartido y limitada afición a la democracia. Cuando hizo las elecciones para Amadeo, dijo Sagasta: “Serán todo lo limpias que en España puedan ser”.

    Su época de gloria son los años 80, los cinco primeros en la oposición y los cinco segundos en el gobierno. Su decadencia, en los 90, cuyo momento álgido, es el 98. Y desde ahí, con el desastre a cuestas, hasta su total decadencia física y muerte en 1903, justamente al final de un discurso en defensa del trono. Pero lo que más se discute hoy, es su comportamiento al frente del Gobierno cuando España declaró la Guerra a Estados Unidos. Su sexta llegada al Gobierno, en 1897, fue a petición expresa de la reina María Cristina, con la que Sagasta tenía una magnífica relación. La causa era tan lógica como sombría: el asesinato de Cánovas por el anarquista Angelillo.

    Nunca Sagasta rechazó el poder pero entonces, además, tenía la obligación de ocuparlo. Entre sus jóvenes ministros hubo un tal Antonio Maura que preparó años antes un plan de autonomía para las colonias, inteligente y audaz. Sagasta quiso ahora aplicarlo y eso decidió a los Estados Unidos y a los rebeldes cubanos a desatar la ofensiva final, porque, si triunfaba la autonomía, perdían la guerra. Que así pensaban norteamericanos y cubanos es indudable. Que los EE. UU. empujaron a una España militarmente inferior a la guerra suicida, nadie puede tampoco dudarlo. Que la explosión del Maine fue una excusa proporcionada por los cubanos a los norteamericanos para machacar la flota del almirante Cervera, es verosímil. Pero, sin esa excusa, hubieran encontrado otra, contando siempre con la complacencia de Francia y Gran Bretaña.

    Es falso que militares y civiles españoles no supieran que Estados Unidos tenía infinitamente más fuerza, en recursos, población, barcos y cercanía a Cuba. Pero es cierto que nadie se atrevió a plantarle cara a la demagogia política y periodística, que caricaturizó hasta la náusea el conflicto y no permitió la entrega o la venta de Cuba, que fue el ultimátum de Estados Unidos. Antes que vender o regalar, prefirieron hacer una guerra para perderla.

    Pero Sagasta tuvo el castigo de los demagogos: encontrarse frente a otros demagogos más desvergonzados. Entonces fue realmente el político de las horas difíciles. Difíciles también porque él no las hizo más fáciles. Durante las discusiones en las Cortes, los partidos echaron sobre Sagasta el fardo de la derrota, cuando casi todos la habían propiciado y muy poco combatido. Pero ese era sin duda el destino de un hombre que vivió para la política y murió por ella. Después de protagonizar tantos episodios, casi pasa a la historia solo como el hombre que perdió Cuba. La política, en fin.
Ramón Martín

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