La Orden del Temple: La vida cotidiana de los Templarios: La Paz y la Guerra


La Orden del Temple se había creado para la guerra, la idea original había sido la de establecer un instituto armado en el que los monjes-soldados pelearan contra los musulmanes en defensa de los peregrinos cristianos. Por ello, la disciplina tenía que ser muy estricta, y lo era en una doble dirección: de un lado la militar, imprescindible en una orden de caballería integrada por guerreros, y de otra la eclesiástica, obligatoria para quienes profesaban los votos de pobreza, castidad y obediencia y el compromiso de vivir de manera monacal.

La rígida disciplina imponía a los templarios un ritmo diario monótono y reiterativo, salvo cuando estaban en campaña o preparándose para la batalla. La mayor parte de los días discurrían en el convento, según el horario y las actividades que la regla imponía. Un templario no tenía oportunidad para la acción individual, no se le permitían iniciativas propias, no podía actuar por su cuenta, ni siquiera plantear nada que no estuviera contemplado en la regla. Todo cuanto hacía, todo lo que le sucedía estaba reglamentado y escrito en las normas de comportamiento que juraba seguir y cumplir al ingresar en la Orden. Dormir, rezar, comer, vestir, hablar..., todo estaba regulado.

Una jornada habitual comenzaba a la hora de maitines, cuando sonaba la campana y el templario tenía que levantarse y acudir con el resto de hermanos a rezar en la capilla del convento el primer oficio del día y veintiséis padrenuestros; sólo los enfermos o los que hubieran trabajado en algún servicio especial el día anterior tenían permiso para quedarse en la cama. En la capilla durante las oraciones permanecía en pie, para dominar así el cuerpo, aunque la regla admite que se podía sentar tras oír el salmo Venite para levantarse después del Gloria Patrí. Finalizado este primer oficio religioso, se dirigía a los establos y allí inspeccionaba los caballos y su equipo, y si algo no estaba bien debía dejarlo en perfectas condiciones con la ayuda de su escudero. Una vez finalizada esta tarea regresaba a la cama, todavía de noche, para seguir durmiendo.

A la hora prima, al amanecer, sonaba de nuevo la campana, y tenía que levantarse de inmediato, vestirse completamente y acudir a la capilla para oír el segundo oficio religioso del día y una misa; tras ello acudía de nuevo a revisar su equipo, su armadura y las tiendas de campaña. A lo largo de la mañana tenía que asistir a dos nuevos oficios religiosos, los de las horas tercia y sexta, y rezar hasta sesenta padrenuestros, treinta para los vivos y treinta para librar a los muertos de las penas del Purgatorio.

A mediodía sonaba la campana anunciando la hora de la comida; la primera llamada era para los caballeros, y la segunda para los sargentos. Salvo causa mayor, nadie podía faltar en el refectorio. Una vez allí esperaba en pie a que llegara un sacerdote, para bendecir la mesa, en la que siempre había pan, agua y vino; antes de sentarse rezaba un padrenuestro. Mientras comía en silencio y sin hacer ruido, un hermano clérigo leía las Sagradas Escrituras en voz alta. Nadie podía levantarse de la mesa mientras comía salvo por causa de guerra, por enfermedad súbita o porque se hubiera prendido fuego en alguna dependencia. Acabada la comida, acudía a la capilla en compañía de todos los hermanos y se rezaba un padrenuestro para dar gracias a Dios.

A media tarde disponía de unas horas de asueto, durante las cuales podía hacer aquello «que le instruya Nuestro Señor», pero tenía que permanecer «en su sido», lo que significa que cada uno tenía asignado un lugar en el convento, y evidentemente en el dormitorio, a fin de poder ser localizado en todo momento.

A la hora nona, al atardecer, repicaba de nuevo la campana y a su sonido debía acudir a la capilla para escuchar el oficio religioso correspondiente a esa hora y rezar trece padrenuestros, para hacerlo de nuevo a la hora de vísperas, ya puesto el sol. 

Tras asistir al oficio de vísperas, donde tenía que rezar dieciocho padrenuestros, se llamaba para la cena, que discurría de manera similar a la comida.

Acababa el día con la llamada a completas, de noche, para asistir a la capilla, aunque antes, si así lo deseaba, podía reunirse con los hermanos para beber vino rebajado con agua, pero sin cometer excesos. Oído el oficio y la oración de la hora de completas, acudía a inspeccionar su caballo y su equipo antes de irse a dormir previo rezo de un padrenuestro.

Rezar, revisar y reparar el equipo y comer, eso era cuanto hacía a lo largo de un día un templario. Las plegarias y el servicio divino eran la ocupación principal de buena parte de la jornada, estructurada y compartimentada en función de las horas de los oficios religiosos. Y siempre en silencio y sin hacer el menor ruido. Permanecer callados, hablar sólo si se consideraba estrictamente necesario, no levantar la voz, eran actitudes exigidas a los templarios, hasta tal punto que tenían un lenguaje de signos con las manos para evitar hablar en muchos casos.

No había lugar para la risa, ni para el ocio, ni para las distracciones, incluso las conversaciones agradables o que indujeran a la diversión estaban mal vistas. Sólo le estaba permitido jugar a tabas, a la rayuela y al forbot, y ni siquiera podía practicar la caza. Tenía absolutamente prohibido cualquier tipo de contacto con mujeres, cuya simple presencia debía intentar evitar debido al voto de castidad que había jurado cumplir.

El dormitorio era un espacio comunal; se ubicaba en una amplia nave, con las camas separadas convenientemente y todas iguales. Una lámpara tenía que permanecer siempre encendida para iluminar el dormitorio, al igual que ocurría en los monasterios cistercienses, sin duda para evitar cualquier tentación de carácter homosexual. Dormía con la camisa, las calzas o pantalón bien atados y un cinturón estrecho puestos, dejando la capa o el manto convenientemente colgado.

El calendario anual de la Orden se regía por las festividades religiosas. Los domingos no eran demasiado diferentes al resto de los días de la semana, a excepción de que se celebraban las reuniones del Capítulo. Todos los días del año eran iguales, aunque se conmemoraban de manera especial la Navidad, Pentecostés y Todos los Santos.

En el Temple se sentía un fervor especial hacia la Virgen María, de la que eran muy devotos. En el santoral destacaban las festividades de algunos santos, como las de san Juan Bautista, san Miguel Arcángel, san Bartolomé, san Julián y san Juan Evangelista, y en un segundo orden las de san Ginés, san Blas, san Pantaleón, santa María Magdalena, santa Águeda, santa Lucía y santa Catalina.

El templario solía ingresar en la Orden entre los dieciocho y los veinte años, pues se consideraba ésa la edad adecuada, en la que el cuerpo ya estaba completamente formado y se tenía la fuerza 

Al morir era enterrado en uno de los cementerios de la Orden, lo que se consideraba un gran beneficio y un honor. No se celebraban funerales especiales, los hermanos del convento rezaban para remedio de su alma cien padrenuestros, y era sepultado bajo una modesta lápida, sin ninguna indicación personalizada.

La uniformidad es una señal de identificación, pero a la vez, representa el espíritu de igualdad y de hermandad entre los frailes. Durante los primeros años de la Orden, entre 1120 y 1129, no usaron ningún hábito específico, sino que vistieron con las ropas seglares que recibían como limosna. No había ningún signo distintivo diferenciador de otro caballero. A partir de la regla de 1129-1131 se fijó un estricto equipamiento que cada caballero o sargento debía cumplir so pena de ser castigado por romper la uniformidad.

Era la propia Orden la que suministraba a sus miembros todo cuanto necesitaban, tanto los vestidos y el ajuar de diario como el equipo militar propio y el de sus monturas. Todo el equipamiento tenía que ser sencillo y austero, estaba prohibido cualquier adorno que supusiera el menor indicio de lujo. Los zapatos tenían que denotar sencillez, y no llevar ni cordones ni estar rematados en punta. Los hábitos tenían que estar siempre limpios y sin remiendos.

La uniformidad se aplicaba en función de las categorías a que pertenecían los templarios, las dos principales, caballeros y sargentos, utilizaban hábitos con colores diferentes. Los caballeros vestían un hábito y capa o manto blancos, con el único distintivo de la cruz patada roja estampada sobre el hombro izquierdo, privilegio otorgado por el papa Eugenio III en 1147. Los sargentos portaban un hábito y un manto de color marrón, a veces grisáceo o negruzco, con la misma cruz roja. Esos hábitos debían ser sencillos, sin adornos y sin siquiera contener un pedazo de piel. 

A cada templario se le proporcionaban dos camisas, dos pares de calzas, dos calzones, un sayón corto cortado en zigzag, una pelliza, una capa, dos mantos (uno de invierno, forrado de piel de oveja, nunca con pieles preciosas, y otro de verano), una túnica, un cinturón ancho de cuero, dos bonetes (uno de algodón y otro de fieltro), y un ajuar accesorio compuesto por una servilleta, una toalla de aseo, un jergón, dos sábanas, una manta de estameña ligera, una manta gruesa de lana de invierno (blanca, negra o a rayas), un caldero, un cuenco para la cebada del caballo y tres pares de alforjas. 

Todo cuanto se refiere a los alimentos estaba especificado en el Temple. En la regla de todas las órdenes monásticas se incluyen artículos que regulan la forma de comer, el horario e incluso los alimentos que han de tomar los monjes, con los respectivos momentos y días dedicados al ayuno. Ahora bien, los templarios eran soldados, hombres de armas, y por tanto sus cuerpos debían estar suficientemente alimentados para mantener las fuerzas y no desfallecer en el combate; por esa misma razón, el ayuno no se contempla para los miembros de la Orden

La regla impone que las comidas se hagan siempre en común, en el comedor del convento y en presencia de todos los hermanos, aunque por turnos y separados según las categorías. Un toque de campana, la bendición y el rezo de un padrenuestro daban paso a la hora de comer y a la de cenar. En el refectorio, los templarios comían en silencio mientras escuchaban las Sagradas Escrituras leídas por un clérigo desde un pulpito. Mientras duraban la comida o la cena se imponía el silencio, que sólo se podía alterar, si no se conocían los signos manuales para hacerlo, para pedir «con la máxima humildad» lo que se necesitara de la mesa. Tras la comida daban gracias a Dios. Nadie podía levantarse de la mesa antes de que lo hicieran o dieran permiso el maestre o el comendador.

En los primeros años de la Orden los hermanos comían de dos en dos de la misma escudilla, compartiéndola, pero esa práctica fue modificándose con el tiempo. Cada hermano tenía una copa para el vino, que se servía en raciones iguales para todos. Uno de los castigos más leves era comer en cuclillas.

La principal ocupación para la cual los templarios habían sido fundados y formados era hacer la guerra. Esa era su razón de existir como orden y la que justificaba su existencia. Habían nacido para proteger a los peregrinos, pero también se habían convertido en los protectores de las posesiones cristianas en Tierra Santa. Dada la edad de los caballeros y de los sargentos que ingresaban en la Orden, ya tenían un entrenamiento militar avanzado. Una vez en la Orden debían seguir practicando, un guerrero no puede dejar de manejar la espada una y otra vez, lanzar flechas, montar a caballo, o ensayar fintas y estocadas; es la única manera de mantenerse en forma y de estar preparado para la batalla. 

Los templarios luchaban en grupos compactos, esta táctica requería una preparación muy precisa para poder definir los movimientos que luego se aplicarían a la batalla. Sus movimientos en las batallas en las que participaron, se llevaron a cabo gracias a la disciplina militar y a los ejercicios que necesariamente tuvieron que entrenar. Su mejor repetida maniobra de combate de caballería pesada era la carga frontal, realizada con toda la contundencia posible, con la que lograron notables éxitos. Cada vez que los templarios eran vencidos, sus bajas eran enormes, llegando incluso a sucumbir la práctica totalidad del contingente. En julio de 1187, murieron doscientos treinta caballeros templarios en la batalla de los Cuernos de Hattin. Allí nadie dio la orden de retirada; los templarios lucharon hasta la extenuación, sin hacer el menor movimiento que apuntara siquiera la posibilidad de una huida; pese a su inferioridad numérica cargaron una y otra vez sobre las filas de Saladino hasta quedar exhaustos; casi ninguno se salvó, pues los sobrevivientes fueron ejecutados, a excepción del maestre y de algún alto cargo de la Orden. 

La disciplina se imponía en campaña de la misma manera que en la vida cotidiana en el convento. Antes de salir a una expedición militar se revisaban todos los equipos y se dejaban listos para la ocasión. Cuando se desplazaba en marcha, el ejército templario lo hacía en forma de cruz griega, respetando un orden: en primer lugar cabalgaba el maestre, y a su lado el senescal y el mariscal, detrás iban colocados los comendadores del reino de Jerusalén, de Trípoli y de Antioquía. Justo detrás lo hacían el pañero y el turcoplier (el encargado de dirigir a las tropas mercenarias de los turcopoles) y el submariscal; el siguiente era el portaestandarte o gonfalonero, protegido por los diez caballeros asignados por el maestre. Tras ellos venían los caballeros, los sargentos, los escuderos, los capellanes y los siervos, en columna de a dos, guardando escrupulosamente el orden asignado a cada uno y cabalgando en la manera adecuada.

En la batalla era el mariscal quien daba las órdenes precisas que todos los combatientes tenían que cumplir. Su táctica de combate era la carga en formación cerrada, perfeccionada por el tercer maestre, Everardo de Barres, durante la Segunda Cruzada. 

Los templarios tenían orden de luchar mientras su estandarte de combate permaneciera izado; si lo veían caer y no era sustituido por el de reserva, debían localizar entonces el estandarte de los hospitalarios y, pese a que eran sus más enconados rivales, acudir a reunirse junto a él; si el del Hospital también había caído, podían acudir ante el estandarte de cualquier señor cristiano que permaneciera alzado.

Todo el equipo militar era proporcionado por la Orden. El material básico lo integraban una loriga con almófar, un par de calzas de cuero, un casco de hierro, un yelmo de hierro cilíndrico, una cota de malla, unos zapatos de armas, una espada recta de doble filo, una lanza de madera de fresno con punta de hierro, un escudo triangular de madera contrachapada por una cara y con cuero por la otra, tres cuchillos, una gualdrapa y los correspondientes jaeces para los caballos de combate. 

Completamente equipado para el combate, la imagen del templario debía de ser impresionante; cubierto de hierro con la cota de malla y la loriga, y la capa blanca con la cruz roja, su aspecto físico causaría un gran impacto entre los combatientes musulmanes. Una carga de caballería de cien o doscientos jinetes templarios, blancos y negros, en campo abierto provocaría un considerable temor entre sus enemigos. 

Para contrarrestar la enorme potencia de carga de los jinetes del Temple, los musulmanes aplicaron un método muy eficaz. La caballería ligera se acercaba a una distancia razonable y lanzaba una andanada de flechas sobre la formación compacta de los caballeros, para retirarse de inmediato en cuanto éstos amagaban con un contraataque. Esta táctica no causaba demasiadas bajas entre los soldados equipados con armaduras y escudos, pero provocaba que sus filas se descompusieran y desperdigaran, y es ahí donde perdían eficacia los caballeros templarios. También se usaron ballestas de tiro múltiple, fuego griego, jeringas con ácido sulfúrico e incluso armas de pólvora, ya avanzado el siglo XIII.

El equipo militar de un caballero o de un sargento suponía un coste económico muy elevado. Una sencilla cota de malla era tan cara como dos e incluso tres caballos y para que no perdiera eficacia tenía que ser cuidada y engrasada con frecuencia. Se estima que el equipo completo de un caballero en el siglo XIII podía ser el equivalente al precio de veinte bueyes. 

No todos los templarios tomaron las armas; en realidad, el número de combatientes que mantuvieron en Tierra Santa nunca fue superior a los mil, tal vez mil doscientos caballeros en los momentos de mayor presencia templaría. La mayoría de los templarios eran encargados de administrar las miles de encomiendas repartidas por toda Europa, de donde se extraían las rentas para pagar esos costosísimos equipos militares que usaban en las guerras en Tierra.

Comentarios

Entradas populares