La Octava Cruzada

El papa Urbano IV llama para organizar una nueva cruzada, pero no respondió nadie. Incluso los templarios comprendieron que todo por lo que habían luchado durante siglo y medio comenzaba a desmoronarse, Así lo contemplaba un caballero templario en una carta que escribió en 1265, y en la que augura el desastre ante la falta de esperanza y la corrupción de la Iglesia, a la que acusa de haberse olvidado de Tierra Santa para centrarse en sus intereses terrenales en Europa: "El monasterio de Santa María se convertirá en una mezquita, y puesto que Su Hijo, que debería dolerse por ello, se muestra complacido ante este hecho, nosotros también nos vemos forzados a mostrarnos complacidos con El. ¡Pobre de aquel que quiera luchar contra los turcos, porque Jesucristo ya no le contesta! Ellos han vencido y, aunque me pese, vencerán a los franceses y a los tártaros, y a los armenios y a los persas. Saben bien que cada día nos humillarán, puesto que Dios, que en otro tiempo velaba, hoy duerme, y Mahoma resplandece de poder y hace que resplandezca el sultán de Egipto. El papa concede con mucha generosidad las indulgencias a los franceses y provenzales, que lo ayudan contra los alemanes. Nos da muestras de mucha codicia, ya que nuestra Cruz no vale lo mismo que una cruz turonesa y quiere abandonar la cruzada por la guerra de Lombardía. Nuestros legados, os digo la verdad, venden a Dios y su perdón por dinero". 

Un juglar y poeta, tal vez miembro del Temple, escribía en ese mismo año 1265 un poema en el que denuncia el abandono de la Orden a su suerte y la escasa esperanza de los templarios, abocados a un final irremediable: "La ira y el dolor se han asentado hasta tal punto en mi corazón que apenas me atrevo a permanecer con vida. Pues no hemos tomado en honor de Aquél que fue puesto en su cruz. Ni la cruz ni la ley valen ya nada para nosotros, ni nos protegen contra los felones turcos, ¡a los que Dios maldiga!, pero parece, por lo que puede verse, que Dios quiera mantenerlos para nuestra perdición. Han conquistado primero Cesárea, y tomado por asalto la fortaleza de Asur. ¡Ay, Dios mío! ¿Dónde han ido los sargentos y los burgueses que había entre los muros de Asur? Por desgracia, ha perdido tanto el reino de Oriente que, a decir verdad, jamás podrá reponerse. ¡Qué desesperación y abandono! En medio del naufragio, a los templarios no les queda más que la Virgen, sublimación de todo el amor cortés de aquel siglo apasionado. Pues Nuestra Señora fue el principio de nuestra religión, y en Ella y en Su honor estará, si Dios quiere, el final de nuestras vidas y el final de nuestra Orden, cuando Dios quiera que así sea". 

En 1265 Baibars sitió San Juan de Acre; doscientos templarios formaron ante la puerta y los musulmanes les exhortaron para abjurar de su fe y aceptar el islam. El comandante templario animó a sus hombres a permanecer en la fe de Cristo. Los musulmanes lo sacaron de la fila y lo torturaron con tenazas. Prefirió el martirio a abjurar. 

En la segunda mitad del siglo XIII aparecieron los primeros síntomas de la crisis que afectó durante toda la Baja Edad Media a Europa. Por ello, el Temple se vio obligado a pactar con sus enemigos. En 1266 el maestre Berard mantuvo correspondencia con Qala'un, el emir del sultán Baibars. Abandonados por todos, los templarios actuaron desde entonces de manera absolutamente autónoma. Su misión ya no era proteger a los peregrinos, cada vez menos numerosos, sino defenderse a sí mismos. Sus bajas habían sido enormes, cada vez llegaban menos caballeros de refresco y menos rentas de sus encomiendas en Europa. Ya sólo cabía resistir y aguardar un final irremisible. 

En el ataque de los mamelucos al castillo de Safed en junio de 1266 murieron sus seiscientos defensores por no rendirse; siendo los templarios que lo custodiaban decapitados. Baibars entendió que había llegado el momento de acabar con la presencia cristiana en tierras del islam. En 1268 conquistó Antioquía, verdadero símbolo de los cristianos en Tierra Santa. En 1268 atacó Jaffa; el comandante templario se rindió. Antioquía fue destruida y la que había sido una de las mayores ciudades de Siria quedó convertida en un poblachón. 


Los templarios iniciaron el repliegue y abandonaron sus castillos de Baghras y la Roca de Russole. 

En 1269 uno de los reyes más prestigiosos de la cristiandad, Jaime I de Aragón, conquistador de los reinos musulmanes de Mallorca y de Valencia, decidió organizar una cruzada. Sus embajadores habían estado negociando con los tártaros, sin llegar a ningún acuerdo, pero de esas conversaciones surgió la idea de acudir a Tierra Santa. Tenía sesenta años y, tras guerrear durante toda su vida contra el islam andalusí, había dedicado la última década a gobernar sus Estados y a acordar pactos y tratados con sus vecinos castellanos y franceses. Es probable que ya no estuviera en condiciones de iniciar una aventura bélica pero se despertaron en él los recuerdos de sus años de infancia, en los que fue educado por los templarios en el castillo aragonés de Monzón. 

La armada del rey de Aragón, con más de treinta navíos, partió desde Barcelona hacia Tierra Santa el 4 de septiembre, pero una tormenta desbarató la armada; la galera del rey recaló en el sur de Francia y decidió regresar a Barcelona. Algunas naves continuaron su ruta y llegaron hasta las costas de Palestina, desembarcando en Acre. Luis IX de Francia siguió el ejemplo de Jaime I de Aragón. El soberano francés, atormentado por su fracaso veinte años antes, zarpó de la Provenza el 1 de julio de 1270 alcanzando las costas de Túnez. Apenas tuvo tiempo para nada pues falleció el 25 de agosto. La efímera Octava Cruzada acabó de manera tan fulminante como había comenzado, pero Luis IX alcanzó tras su muerte una recompensa: fue proclamado santo, el único monarca elevado a los altares en Francia, «la hija predilecta de la Iglesia». 

En Tierra Santa la noticia del fracaso de Jaime I, y sobre todo de Luis IX, acabó con las esperanzas de ayuda, si es que todavía quedaba alguna. Baibars seguía con su ofensiva total y en 1271 conquistó el Krak, la formidable fortaleza de los hospitalarios que se había construido para ser inexpugnable. 

Un intento de organizar una nueva cruzada que predicó Gregorio X el 7 de mayo de 1274 en Lyon acabó en fracaso, sólo acudió el anciano Jaime I de Aragón. La muerte de Baibars, envenenado en 1277, concedió una tregua a los cristianos, que seguían enfrentados entre ellos. Entre 1283 y 1289 se acordó una tregua que convenía a todas las partes; los mamelucos tenían que solventar la sucesión de Baibars y los cristianos intentar resolver sus enconadas disputas. 

El papado lamentando su cerrazón a pactar con los mongoles, procuró en 1285 establecer nuevos contactos con su gran kan. Pero el Imperio mongol no tenía el menor interés en el occidente de Asia. El emperador Kubilai estaba asentado en el trono de Pekín y se había convertido en un soberano más próximo a las refinadas costumbres chinas que al espíritu aventurero de los mongoles. Una pequeña porción de tierra en un extremo perdido del mundo carecía de atractivo para el «soberano del cielo». 

Qala'un, sultán de Egipto desde 1279, juró que arrojaría a los cruzados al mar, retomó la ofensiva paralizada tras la muerte de Baibars y el 27 de abril de 1290 conquistó Trípoli. Los templarios se replegaron a sus posiciones en la costa. Los dominios cristianos en Tierra Santa se habían reducido a tan sólo una estrecha franja costera de apenas veinte kilómetros de ancha entre el litoral sirio y el palestino, interrumpida por varias fortalezas ya en manos de los musulmanes. 

El nuevo maestre del Temple, Guillermo de Beaujeu, que en 1273 había sucedido a Tomás Berard, ordenó a sus caballeros que se replegaran a las fortalezas que todavía conservaban en el litoral. La defensa se basaría en mantener la posesión de la ciudad de Acre, protegida por el mar y por un doble recinto de poderosas murallas. El rey Enrique II, que en 1285 heredero de las coronas de Chipre y de Jerusalén, pidió desesperadamente ayuda al papa. La alarma, transmitida a toda la cristiandad, sólo encontró respuesta en el rey de Aragón, que envió a Acre cinco galeras. También llegó a Acre una flota con centenares de aventureros en busca de cualquier botín que cayera en sus manos. El espíritu original de las cruzadas se había perdido y estos mercenarios eran hombres de fortuna sin más ambición que robar cuanto les fuera posible. En cuanto llegaron a Acre en 1290, se desplegaron por sus calles y se dedicaron a asaltar a los mercaderes musulmanes que, hacían negocio aprovisionando de mercancías a la ciudad. 

Los témplanos tuvieron que actuar como una policía urbana y apenas lograron restablecer la calma, que ese agosto volvió a romperse cuando, tras un banquete, un grupo de esos mercenarios salió a las calles a degollar a cuantos musulmanes encontraron a su paso. Los que consiguieron huir denunciaron ante el sultán Qala'un lo que estaba sucediendo en Acre y éste decidió acabar con tal situación. Envió una embajada para que le entregaran a los culpables de los asesinatos, las autoridades cristianas se negaron alegando que los musulmanes habían intentado violar a una cristiana, lo que había provocado la venganza de los cristianos. Qala'un no aceptó la excusa y decidió conquistar Acre. 

En la mezquita mayor de El Cairo y ante un ejemplar del Corán, el sultán de Egipto juró solemnemente que no dejaría las armas hasta expulsar al último cruzado. Convocó al ejército y escribió una carta al maestre del Temple en la que le decía que Acre debía ser destruida. Los contactos secretos entre los templarios y los musulmanes seguían existiendo y el maestre le pidió al sultán que contemplara la posibilidad de dejar tranquila Acre a cambio de un rescate. Qala'un lo consideró, pero el 4 de noviembre de 1290 ordenó a su ejército que se pusiera en marcha rumbo a Palestina. Tenía setenta años y murió una semana después de iniciada la campaña. Pero su muerte nada cambió; le sucedió su hijo Jalil, quien continuó el plan trazado por su padre. El maestre del Temple, que sabía cuáles eran las intenciones del sultán, había intentado convencer a los defensores de Acre para llegar a un acuerdo, pero fue tachado de cobarde y de estar más preocupado de sus intereses económicos y de sus negocios con los mercaderes musulmanes que de luchar por la defensa de los Santos Lugares. 

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