La Segunda Cruzada

El 24 de diciembre de 1144 Zangi Imad ad-Din, atabeg (señor) musulmán de la ciudad de Alepo, conquistó Edesa, una de las ciudades ocupadas en la Primera Cruzada por los cristianos. La matanza fue terrible, y la noticia llegó a Europa causando una tremenda conmoción; en Edesa se había encontrado la Sábana Santa, una de las grandes reliquias de la cristiandad. En Europa sonó la alarma y Bernardo de Claraval, el abad del Císter que tenía cincuenta y seis años, el 31 de marzo de 1146, en la iglesia de la Magdalena de Vézélay, en presencia del rey Luis VII y de su esposa Leonor de Aquitania, convocó la Segunda Cruzada. El rey de Francia decidió acudir en persona a la defensa de Tierra Santa. El ejemplo cundió y Conrado III, el emperador de Alemania, se sumó al viaje. 

Los cruzados partieron rumbo a Oriente en 1147, y durante casi dos años combatieron contra los musulmanes sin lograr ningún éxito notable. Las desavenencias no tardaron en estallar entre los cruzados; mientras Conrado III odiaba a los templarios, Luis VII admiraba el gran valor, la disciplina y el conocimiento del medio de los caballeros y les pidió que instruyeran a su ejército. A pesar del fracaso de esta empresa, los templarios destacaron en el combate, especialmente bajo la dirección de su tercer maestre, Everardo de Barres, natural de Meaux. Luis VII fue perdiendo el interés y el entusiasmo por la cruzada, debido al fracaso militar y político y en buena medida porque circulaban rumores de que su esposa, Leonor de Aquitania, lo estaba engañando con su propio tío, Raimundo de Antioquía, decidió regresar a Francia sin haber logrado ningún resultado. 

El fracaso de la Segunda Cruzada fue un golpe muy duro para Bernardo de Claraval. El argumento empleado por los Papas y por los intelectuales de la Iglesia para defender la necesidad de acudir a la cruzada era que Dios estaba con los cristianos y que todos debían de cumplir con la misión de recuperar Tierra Santa para la cristiandad. Hasta 1149 las cosas no habían ido mal: casi toda Tierra Santa estaba en manos cristianas, pero la retirada en 1149 cambió las cosas. Pero Dios no podía ser el culpable de la situación, y se justificó lo ocurrido, achacando que los cruzados habían pecado y Dios había castigado esos pecados con el descalabro sufrido en la guerra contra los musulmanes. Bernardo de Claraval se mostró descorazonado, pero enseguida se sobrepuso al revés y, en 1150, durante una visita a la ciudad de Chartres, manifestó su deseo de predicar una nueva cruzada, ponerse personalmente al frente y dirigirla él mismo. No pudo ser; Bernardo, al que muy pronto la Iglesia proclamaría santo, murió antes de poder convocarla. 

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