Antecedentes de la Orden del Temple

Para centrarnos en el origen de la Orden del Temple, hemos de situarnos primero, en la Europa que quedaba tras la caída del Imperio Romano. Estamos en el siglo V y todo el mundo mediterráneo se había descompuesto en multitud de Estados, gobernados por los invasores germánicos, quedando la mitad correspondiente al Imperio Bizantino, que subsistió hasta 1453.

Poco menos de dos siglos después en el Oriente medio y el norte de África aparece con inusitada e inesperada fuerza el islam, extendiéndose desde India hasta los Pirineos. En el crisol de la Alta Edad Media se mezclaban los restos de la cultura romana, los germanos y la religión cristiana, una mezcla en la que avanzó el islam, extendiéndose hasta el corazón de la vieja Europa, siendo frenado a mediados del siglo VII por los enfrentamientos internos; al islam se sumaron los "pueblos del norte", vikingos o normandos, que sedientos de botín llegaron hasta el Mediterráneo.

Los normandos fundaran el ducado de Normandía en Francia, y el Danelaw en Inglaterra. A principios del siglo X, al descomponerse el Imperio Carolingio, aparecieron los magiares o húngaros, que procedentes de las estepas euroasiáticas asolaron las regiones orientales de la cristiandad hasta que Otón I en el año 951, en la batalla de Lechfeld puso orden; los reinos cristianos occidentales mantuvieron sus creencias imponiendo su cultura y su religión, con lo que los normandos y magiares acabaron convirtiéndose al cristianismo a fines del siglo X. 

El islam fue diferente, superiores en cultura y en formas de civilización, los musulmanes mantuvieron su religión y su identidad. La desunión del islam, la pérdida de su impulso inicial y la voluntad de resistencia, de los pequeños reinos cristianos de la península Ibérica trajeron consigo un período de estabilidad de fronteras, manteniéndose así hasta mediados del siglo XI. Durante este siglo el Occidente cristiano comenzaba a salir a duras penas del oscuro período conocido como la Alta Edad Media, aparece el feudalismo, que no es sino la atomización del poder y que fue uno de los pilares de la supervivencia de Europa Occidental. 

Entre tanto, la Iglesia, que se había mantenido, se regeneró gracias a la reforma del papa Gregorio VII, siendo la única institución que se mantuvo firme y unida. Florecen la economía y el comercio, crecen las ciudades, la agricultura multiplica la producción, y los Estados lograron establecer nuevas formas políticas en torno a dinastías reales. Así en Europa se van asentando los nuevos reinos: Inglaterra, Francia, el Imperio romano-germánico, los reinos hispánicos (Aragón, Navarra, Castilla y León y Portugal). 

Consiguientemente la construcción aumenta y los grandes templos románicos de la primera mitad del siglo XII son sustituidos por las aún más grandes catedrales de estilo gótico. La Iglesia ve cómo se multiplican las órdenes monásticas y se fundan monasterios, conventos y parroquias por todas partes. 

En la península Ibérica, los reinos cristianos del norte se lanzaron a la conquista del territorio musulmán del sur; en el centro de Europa, los alemanes avanzaron hacia el este en un proceso colonizador y cristianizador, y ante estos triunfos se despertó tal euforia que se vio posible que un viejo sueño se hiciera realidad: la reconquista de Tierra Santa y la recuperación de los Santos Lugares. 


El papa Urbano II que tras el breve pontificado de Víctor III, había sucedido al gran Gregorio VII, se mostró dispuesto a realizar ese viejo sueño, durante años había estudiado su plan y, tras recorrer Francia e Italia, en las laderas de Champ-Herm, en las afueras de la ciudad de Clermont, en presencia de altas dignidades eclesiásticas, nobles, caballeros y una multitud del pueblo llano, pronunció un encendido discurso en el que llamó a todos los cristianos a tomar las armas y a recuperar por la fuerza los Santos Lugares de Oriente. 

El primer paso estaba dado y Urbano II, en cierto modo, emulaba el llamamiento a la yihad de los musulmanes. La guerra contra el islam fue anunciada como una guerra santa. La llamada de Urbano II tuvo éxito. Algunos no querían esperar más y se pusieron manos a la obra, o mejor debiéramos decir espada a la obra, Pedro el Ermitaño, reunió a varios miles de pobres desesperados, y se puso en marcha el 8 de marzo de 1096; atravesó Europa, llegando a Constantinopla el 1 de agosto; en realidad no tenían la menor preparación para la guerra y el 21 de octubre de ese año el ejército turco lo aniquiló en Civetot (Nicea). 

Pero Urbano II no se iba a dar por vencido por este revés, convenció a varios nobles franceses para que tomaran la cruz y las armas, y partieran hacia la conquista de Jerusalén, algunos acudían convencidos de estar protagonizando la mayor de las gestas en defensa de la cristiandad, otros contemplaban la cruzada como la única salida a su situación familiar, y otros veían una oportunidad para ganar tierras y riqueza y convertirse así en grandes señores. El fervor religioso era imprescindible, y Urbano II supo encenderlo. Los caballeros adoptaron la cruz como signo de identificación y la cosieron sobre los hombros de sus capas; y se convirtieron así en los crucesignati, los marcados por la cruz, los cruzados.

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